Las cosas que han pasado en mi vida en estas últimas semanas me han llevado a reorganizar mis escritos y mis publicaciones, perdiendo continuidad. Tengo un trabajo nuevo y fechas de cierre y entrega de la Diplomatura que estaba haciendo.
Pero bueno, heme aquí.
Han pasado 69 días desde la primera publicación y quedan 31 días para mi cumpleaños. Ya he completado dos tercios del tiempo que me propuse para mejorar y aprender cosas nuevas. Queda el último tramo. Ahora sí, empezamos.
Hace algunas publicaciones atrás, comenté cómo estaba organizando mi tiempo para cumplir con lo que me proponía.
Calendaricé gran parte de mis actividades, desde las laborales inamovibles hasta las relacionadas con el ocio, el entretenimiento y la limpieza. Sí, anoté incluso el momento en que debía barrer o limpiar cada parte de la casa.
Por varias semanas, tengo que reconocer que esto fue extremadamente útil. Casi tenía mi mente totalmente libre para pensar, crear y aprender cosas nuevas (de hecho, estoy haciendo unos cursos para aprender a pintar con acuarela. ¿Con qué necesidad? Porque se puede, madre).
Todo funcionaba como un reloj. Mi casa estaba limpia, lo laboral no me demandaba más que el tiempo justo y necesario; podía pasear al perro, ver series, leer, dormir 8 horas, comer saludable e ir en bicicleta al trabajo. Prácticamente vivía una vida de publicidad en la que la chica sonríe mientras sorbe el café y mira por la ventana el amanecer de un bello día. Y sonríe cuando va a tomar el colectivo, y sonríe cuando llega al trabajo y sonríe, sonríe, sonríe.
Pero como sucede en esas publicidades, la perfección era solo aparente. Detrás de cada sonrisa había algo que no podía calendarizar: mis sensaciones, mis emociones. Lo que no muestran esos comerciales es cómo, incluso con todo organizado, lo que sentimos puede irrumpir sin previo aviso, desordenando todo lo que creíamos tener bajo control. Fue ahí cuando todo empezó a tambalear y me di cuenta de que la vida ya no me sonreía, sino que se me estaba cagando de risa.
“Deja abierta la puerta hacia lo desconocido, la puerta hacia la oscuridad. Es de ahí de donde vienen las cosas más importantes, de donde tú vienes y hacia donde vas.”
Rebecca Solnit
Las tareas, las obligaciones, el entretenimiento, la limpieza, etc., todo eso se puede organizar, cronometrar y hacer entrar en un calendario. Hasta los imprevistos tienen lugar en una agenda, si se quiere.
Pero hay una cosa que no se puede calendarizar: lo que sentimos.
Las emociones hicieron tambalear toda una estructura que yo creía absolutamente firme. No puedo programar cómo me voy a sentir a determinada hora, ese día, en tal lugar. (Ya quisiera igual).
Y ustedes dirán: ¿pero no podés llorar mientras trapeás el piso? ¿O no podés enojarte mientras esperás el colectivo? Y no. Las emociones, lo que sentimos, nos asaltan sin previo aviso. Y no, la verdad que no siempre se puede.
Ahora bien, no poder programar las emociones ni su intensidad hizo que tambaleara mi estructura de calendario. Se empezaron a retrasar asuntos, se acumularon tareas y pendientes; todo me resultaba pesado y hacía las cosas con desgano porque empecé a sentir que no estaba cumpliendo conmigo misma. Como si me estuviese corriendo desde atrás sin posibilidad de alcanzarme.
Casualidad o no, por esos días llegó a mis manos el libro de Rebecca Solnit “Una guía sobre el arte de perderse”. No sé si es un gran libro o no. Llegó en un momento en que creo que necesitaba un poco de esas ideas, y quizás por eso resonó fuerte.
En el libro, Solnit dice que perder tiene más similitudes con ganar de lo que socialmente se cree. No es hasta que nos adentramos en lo desconocido (que nos perdemos) que surge la posibilidad de descubrimiento.
Quiero decir, si una de las características de los humanos tiene que ver con la curiosidad y con el descubrir cosas (aprender, enamorarse, el poder, ser otro o ser alguien) y para descubrir cosas es necesario perderse (abandonar lo conocido), podríamos decir que perderse es esencial para vivir en algún punto.
Perderse no es sencillo. En principio, una no pretende “perderse”; es algo que sucede y que, en parte, no controlamos. De repente estamos perdidas y no entendemos muy bien qué pasó ni cómo llegamos hasta ahí. Este libro propone que el acto de perderse sea un deseo y no un error.
Fue en ese momento cuando entendí que lo que me estaba pasando no tenía que ver, esencialmente, con la culpa de no cumplir con lo que me había propuesto en el calendario. Me angustiaba no poder controlar lo desconocido con mis estructuras horarias y, además, que estar en esa situación no había sido una elección propia. Pensaba el hecho de estar perdida como un error o algo malo, hasta que entendí que el cambio primero tenía que venir por ahí. Tenía que convertir ese “error” en un deseo consciente.
Habitar la incertidumbre (y hasta sentirse cómodos con eso) no es una cuestión sencilla ni algo que pueda aprenderse de un día para el otro, pero el libro apunta a que recuperemos un poco el misterio de lo que no se conoce y el descontrol así que junté un poco de coraje (muchísimo en realidad) y decidí perderme con el objetivo de ser consciente de todos los lugares (a nivel emociones, sensaciones) por donde estaba pasando.
No fue (ni es) fácil, no siempre me salió (ni me sale). En el camino tuve que suspender cosas (como estas publicaciones) pero creo que, aunque algunas otras se han ido acomodando con el correr de los días, aún estoy en proceso de aprendizaje (y me siento bien con eso).
Nos vemos en la próxima.
P.D.: Quiero tratar de sostener estas publicaciones los domingos como venía siendo, pero está difícil.
P.D.2: Si llegaste hasta acá y querés comentar pero no tenés Substack, podés hacerlo acá.